Un día, la vieja rata de agua sacó la cabeza por su agujero. Tenía unos ojos redondos muy vivaces y unos densos bigotes grises. Su cola parecía un largo elástico oscuro.
Unos patitos nadaban en el estanque igual que una bandada de canarios amarillos, y su madre, completamente blanca con patas rojas, esforzábase por enseñarles a meter la cabeza en el agua.
-No podéis presentaros jamás a la buena sociedad si no aprendéis a meter la cabeza- les decía.
Y les enseñaba una vez más cómo tenían que hacerlo Pero los patitos no prestaban mucha atención a sus lecciones. Eran tan jóvenes que no sabían las ventajas que depara la vida de sociedad.
-¡Qué criaturas más desobedientes!- exclamó la rata de agua-. ¡Merecían ahogarse sinceramente!
-¡No lo quiera Dios!- repuso la pata-. Todo tiene sus principios y nunca es demasiada la paciencia de los padres.
-¡Ah! No tengo la más vaga idea de los sentimientos paternos- dijo la rata de agua-. No soy padre de familia. Nunca me he casado, ni he pensado en hacerlo. Seguramente el amor es una buena cosa a su manera; pero la amistad vale más. Afirmo que no conozco en el mundo nada más noble o más raro que una fiel amistad.
-Y, dígame, se lo ruego, ¿qué idea tiene usted de los deberes de un amigo fiel?- preguntó un pardillo verde que había escuchado la conversación sobre un sauce retorcido.
Sí, eso es precisamente lo que quisiera yo saber dijo la pata y, nadando hacia el borde del estanque, metió su cabeza en el agua para dar buen ejemplo a sus hijos.
-¡Tonta pregunta!- gritó la rata de agua-. ¡Cómo es natural, considero amigo fiel al que me demuestra fidelidad!
-¿Y qué hará usted en cambio?- dijo la avecilla hamacándose en una ramita plateada y moviendo sus alitas.
-No le entiendo a usted- respondió la rata de agua.
-Permitidme que les cuente una historia sobre el asunto-dijo el pardillo.
-¿Se refiere a mí esa historia?- preguntó la rata de agua-. Si es así, la escucharé con agrado, porque a mí me vuelven loca los cuentos.
-Puede aplicarse a usted- respondió el pardillo.
Y desplegando las alas, se posó en la orilla del estanque, y contó la historia del amigo fiel.
-Había una vez- comenzó el pardillo- un honrado mozo llamado Hans.
-¿Era un hombre realmente distinguido?- preguntó la rata de agua.
-No- respondió el pardillo-. No creo que fuese nada distinguido, salvo por su buen corazón y por su redonda cara morena y afable.
Vivía en una humilde casita del campo y todos los días trabajaba en su jardín.
En toda la región no había jardín tan lindo como el suyo. Crecían en él claveles, alelíes, capselas, saxífragas, así como rosas de Damasco y rosas amarillas, azafranadas, lilas y oro y alelíes rojos y blancos.
Y según los meses y en orden florecían agavanzos y cardaminas, mejoranas y albahacas silvestres, velloritas e iris de Alemania, asfódelos y claveros.
Una flor reemplazaba a otra. Por lo cual había siempre cosas bonitas a la vista y buenos olores que respirar.
El pequeño Hans tenía muchos amigos, pero el más cercano a él era el gran Hugo, el molinero. Realmente, el rico molinero era tan íntimo del pequeño Hans, que no visitaba jamás su jardín sin inclinarse sobre los macizos y tomar un gran ramo de flores o un buen puñado de lechugas suculentas o sin llenarse los bolsillos de ciruelas y de cerezas, según la estación.- Los amigos verdaderos lo comparten todo- solía decir el molinero.
Y el pequeño Hans asentía con la cabeza, sonriente, sintiéndose orgulloso de tener un amigo con tan nobles pensamientos.
Algunas veces, no obstante, al vecindario le resultaba raro que el rico molinero no diese nunca nada en cambio al pequeño Hans, aunque dispusiera de cien sacos de harina almacenados en su molino, seis vacas lecheras y una gran cantidad de ganado lanar; pero Hans no pensó jamás en semejante cosa.
Nada le gustaba tanto como oír las bellas cosas que el molinero acostumbraba decir sobre la solidaridad de los verdaderos amigos.
Así, pues, el pequeño Hans cultivaba su jardín. En primavera, en verano y en otoño, sentíase muy feliz; pero cuando llegaba el invierno y no tenía ni frutos ni flores que llevar al mercado, sufría mucho frío y mucha hambre, acostándose con frecuencia sin haber comido más que unas peras secas y algunas nueces rancias.
Además, en invierno, hallábase muy solo, porque el molinero no iba jamás a visitarle en aquella estación.
-No está bien que visite al pequeño Hans mientras duren las nieves- decía con frecuencia el molinero a su mujer-. Cuando las personas pasan apuros hay que dejarlas solas y no mortificarlas con visitas. Ésa es por lo menos mi opinión sobre la amistad, y estoy seguro de que es atinada. Por eso esperaré la primavera y entonces iré a verle; podrá darme un gran cesto de velloritas y eso le pondrá contento.
-Eres realmente solícito con los demás- le comentaba su mujer, sentada en un cómodo sillón al lado de un buen fuego de leña-. Es un verdadero placer oírte hablar de la amistad. Tengo la seguridad de que el cura no diría sobre ella tan bellas cosas como tú, aunque tenga una casa de tres pisos y lleve un anillo de oro en el meñique.
-¿Y no podríamos decir al pequeño Hans que venga aquí?- preguntaba el hijo del molinero-. Si el pobre Hans está en apuros, le daré la mitad de mi sopa y le mostraré mis conejos blancos.
-¡Qué tonto eres!- exclamó el molinero-. Verdaderamente, no sé para qué sirve mandarte a la escuela. Parece que no aprendes nada. Si el pequeño Hans viniese aquí, ¡diablos!, y viera nuestro buen fuego, nuestra magnífica cena y nuestra gran barrica de vino tinto, podría sentir envidia. Y la envidia es una cosa horrible que arruina los mejores caracteres. Realmente, no podría yo sufrir que el carácter de Hans se estropeara. Soy su mejor amigo, cuidaré siempre de él y tendré buen cuidado de no exponerlo a ninguna tentación. Además, si Hans viniese aquí, podría pedirme que le diese un poco de harina fiada, lo cual no me es posible hacer. La harina es una cosa y la amistad es otra, y no deben mezclarse. Esas dos palabras se escriben de un modo diferente y significan cosas muy distintas, como todo el mundo sabe.
-¡Qué bien hablas!- dijo la mujer del molinero sirviéndose un gran vaso de cerveza caliente-. Me siento realmente como adormecida, lo mismo que en la iglesia.
-Muchos obran bien- continuó el molinero-, pero pocos saben hablar bien, lo que prueba que hablar es, con mucho, la cosa más difícil, así como la más bella de las dos.
Y miró con severidad por encima de la mesa a su hijo, que sintió tal vergüenza de sí mismo, que agachó la cabeza, se puso casi rojo y empezó a llorar encima de su té.
¡Era tan joven, que bien pueden ustedes disculparle!
-¿Así termina la historia?- preguntó la rata de agua.
-Nada de eso- respondió el pardillo-. Ése es el principio.
-Entonces está usted muy atrasado con relación a su tiempo- respondió la rata de agua-. Hoy día todo buen cuentista comienza por el final; prosigue por el comienzo y acaba por la mitad. Es el nuevo método. Lo he oído así de boca de un crítico que se paseaba alrededor del estanque con un joven. Trataba el asunto magistralmente y estoy segura de que tenía razón, porque calzaba unas gafas azules y era calvo; y cuando el joven le hacía observación respondía siempre: "¡Ps!" Pero continúe usted su historia, se lo ruego. Me gusta mucho el molinero. Yo también encierro toda clase de bellos sentimientos, por eso hay una gran simpatía entre él y yo.
-¡Bien!- dijo el pardillo saltando en sus dos patitas-. No bien pasó el invierno, y apenas las velloritas empezaron a abrir sus estrellas amarillas pálidas, el molinero dijo a su mujer que iría a visitar al pequeño Hans.
-¡Ah, qué buen corazón tienes!- le gritó su mujer- Piensas siempre en los demás. No olvides llevar el canasto grande para traer las flores.
Entonces el molinero ató unas con otras las aspas del molino con una fuerte cadena de hierro y bajó la colina con la cesta al brazo.
-Buenos días, pequeño Hans- dijo el molinero.
-Buenos días- respondió Hans, apoyándose en su azadón y sonriendo con toda su boca.
-¿Que tal has pasado el invierno?- preguntó el molinero.
-¡Bien, bien!- respondió Hans-. Muchas gracias por tu interés. He pasado malos ratos, pero ahora ha vuelto la primavera y soy casi feliz... Además, mis flores van muy bien.
-Hablamos de ti con mucha frecuencia este invierno, Hans- prosiguió el molinero-, preguntándonos qué sería de ti.
-¡Qué amable eres!- dijo Hans-. Temí que me hubieras olvidado.
-Hans, me asombra oírte hablar de ese modo- dijo el molinero-. La amistad no olvida jamás. Eso es lo que tiene de admirable, aunque me temo que no comprendas la poesía de la amistad... Y entre otras cosas, ¡qué bellas están tus velloritas!
-Sí, realmente están muy bellas- dijo Hans-, y es para mí una gran suerte tener tantas. Voy a llevarlas al mercado, para vendérselas a la hija del burgomaestre y con ese dinero compraré otra vez mi carretilla.
-¿Qué comprarás otra vez tu carretilla? ¿Quieres decir entonces que la vendiste? Es un acto muy tonto.
-Seguramente, pero el hecho es- replicó Hans- que me vi obligado a ello. Como sabes, el invierno es una estación mala para mí y no tenía nada de dinero para comprar pan. Así es que vendí primero los botones de plata de mi traje de los domingos; después mi cadena de plata y luego mi flauta. Por fin vendí mi carretilla. Pero ahora voy a rescatarlo todo.
-Hans- dijo el molinero- te daré mi carretilla. No está en muy buen estado. Uno de los lados se ha roto y están algo maltrechos los radios de la rueda, pero no obstante te la daré. Sé que es muy generoso por mi parte y a mucha gente le parecerá una locura que me deshaga de ella, pero yo no soy como el resto del mundo. Creo que la generosidad es la esencia de la amistad, y por otra parte, me he comprado una carretilla nueva. Sí, puedes quedar tranquilo... Te daré mi carretilla.
-Gracias, eres muy bueno- dijo el pequeño Hans. Y su afable cara redonda se iluminó de placer-. Puedo arreglarla fácilmente porque tengo una tabla en mi casa.
-¡Una tabla!- exclamó el molinero-. ¡Muy bien!
Eso es justamente lo que necesito para la techumbre de mi granero. Hay una gran brecha y se me echará a perder todo el trigo si no la tapo. ¡Qué oportuno has estado! Realmente está claro que una buena acción engendra otra siempre. Te he dado mi carretilla y ahora tú vas a darme tu tabla. Es cierto que la carretilla vale mucho más que la tabla, pero la amistad sincera no nunca se detiene en esas cosas. Dame enseguida la tabla y hoy mismo comenzaré a trabajar para arreglar mi granero.
-¡Ya lo creo!- repuso el pequeño Hans.
Fue corriendo a su casa y sacó la tabla.
-No es una tabla muy grande- dijo el molinero mientras la observaba- y me temo que una vez hecho el arreglo de la techumbre del granero no quedará madera suficiente para la compostura de la carretilla, pero claro es que no tengo la culpa de eso... Y ahora, en vista de que te he dado mi carretilla, estoy seguro de que accederás a darme en cambio unas flores... Aquí está el cesto; trata de llenarlo casi por completo.
-¿Casi por completo?- dijo el pequeño Hans, bastante afligido porque el cesto era bastante grande y comprendía que si lo llenaba, no le quedarían flores para llevar al mercado y estaba deseando recuperar sus botones de plata.
-A fe mía- respondió el molinero-, ya que te doy mi carretilla no creí que fuese mucho pedirte unas cuantas flores. Podré estar equivocado, pero yo supuse que la amistad, la verdadera amistad, estaba exenta de toda clase de cálculos.
- Mi querido amigo, mi mejor amigo- protestó el pequeño Hans-, todas las flores de mi jardín son tuyas, porque me importa mucho más tu estimación que mis botones de plata.
Y corrió a cortar las lindas velloritas y a llenar el canasto del molinero.
- ¡Adiós, pequeño Hans!- dijo el molinero subiendo la colina con su tabla al hombro y su gran cesto al brazo.
- ¡Adiós!- le respondió el pequeño Hans.
Y se puso a cavar dichoso ¡estaba tan contento de tener carretilla!
Al otro día, cuando estaba sujetando unas madreselvas encima de su puerta, oyó la voz del molinero que lo llamaba desde el camino. Entonces bajó de su escalera, corrió hacia el fondo del jardín y miró por sobre del muro.
Era el molinero con un gran saco de harina a su espalda,
-Pequeño Hans- dijo el molinero-, ¿querrías llevarme este saco de harina al mercado?
- ¡Oh, lo siento mucho!- dijo Hans-; pero a decir verdad me encuentro hoy ocupadísimo. Tengo que sujetar todas mis enredaderas, que regar todas mis flores y que cortar todo el césped.
- ¡Pardiez!- replicó el molinero-; creí que tomando en cuenta que te di mi carretilla no te negarías a complacerme.
- ¡Oh, si no me niego!- protestó el pequeño Hans-.
Por nada del mundo dejaría yo de proceder como amigo tratándose de ti.
Y fue a buscar su gorra y partió con el gran saco cargado al hombro.
Era un día muy caluroso y la carretera estaba terriblemente polvorienta. Antes de que Hans llegara al mojón que marcaba la sexta milla, estaba tan fatigado que tuvo que sentarse a reposar. Sin embargo, no tardó mucho en continuar alegremente su camino, llegando por fin al mercado.
Después de un rato, vendió el saco de harina a un buen precio y volvió a su casa de un tirón, porque temía tropezar con algún salteador en el camino si se demoraba mucho.
-¡Qué día más duro!- se dijo Hans al meterse en la cama-. Pero me alegra mucho no haberme negado, porque el molinero es mi mejor amigo, y además, me dará su carretilla.
A la mañana siguiente, muy temprano, el molinero llegó a buscar el dinero de su saco de harina, pero el pequeño Hans estaba tan cansado, que no se había levantado aún de la cama.
-¡Palabra!- exclamó el molinero-. Eres muy perezoso. Cuando pienso que acabo de darte mi carretilla, creo que podrías trabajar con más ánimo. La pereza es un gran defecto y no quisiera yo que ninguno de mis amigos fuera perezoso o apático. No creas que te hablo sin consideración. Es cierto que no te hablaría así si no fuese amigo tuyo. Pero, ¿de qué serviría la amistad si no pudiera uno decir sinceramente lo que piensa? Todo el mundo puede decir cosas agradables y esforzarse en ser agradable y en halagar, pero un amigo verdadero dice cosas molestas y no teme causar pesadumbre. Por el contrario, si es un amigo leal, lo prefiere, porque sabe que así hace bien.
-Lo lamento mucho- respondió el pequeño Hans, restregándose los ojos y sacándose el gorro de dormir- Pero estaba tan cansado, que creía haberme acostado hace poco y escuchaba cantar a los pájaros. ¿No sabes que trabajo siempre mejor cuando he oído cantar a los pájaros?
-¡Bueno, tanto mejor!- replicó el molinero dándole una palmada en el hombro-; porque necesito que arregles la techumbre de mi granero.
Al pequeño Hans le era muy necesario ir a trabajar a su jardín porque hacía dos días que no regaba sus flores, pero no quiso decir que no al molinero, que era su mejor amigo.
-¿Crees que sería inamistoso decirte que tengo que hacer?- preguntó con voz humilde y tímida.
-No creí nunca, a fe mía- respondió el molinero-, que fuese demasiado pedirte, teniendo en cuenta que acabo de regalarte mi carretilla, pero por supuesto que lo haré yo mismo sí te niegas.
-¡Oh, de ningún modo!- exclamó el pequeño Hans, saltando de su cama.
Se vistió y corrió al granero.
Trabajó allí durante todo el día hasta el atardecer, y al ponerse el sol, vino el molinero a ver cuánto había hecho.
-¿Has tapado el boquete del techo, pequeño Hans?- gritó el molinero con tono alegre.
-Está casi terminado- respondió Hans, bajando de la escalera.
-¡Ah!- dijo el molinero-. No hay trabajo tan delicioso como el que se hace para los demás.
-¡Es un encanto oírte hablar!- respondió el pequeño Hans, que descansaba secándose la frente-. Es un encanto, pero temo no tener yo jamás ideas tan hermosas como tú.
-¡Oh, ya las tendrás!- dijo el molinero-: pero habrás de tomarte más trabajo. Por ahora no tienes más que la práctica de la amistad. Algún día dominarás también la teoría.
-¿Crees eso de verdad?- preguntó el pequeño Hans.
Sin ninguna duda- contestó el molinero-. Pero ahora que has arreglado el techo, mejor harás en regresar a tu casa a descansar, pues mañana necesito que lleves mis carneros a la montaña.
El pobre Hans no tuvo ánimos para protestar, y al día siguiente, al amanecer, el molinero condujo sus carneros hasta cerca de su casita y Hans se fue con ellos a la montaña. Entre ir y volver se le pasó el día, y cuando volvió estaba tan cansado, que se durmió en su silla y no se despertó hasta entrada la mañana.
-¡Qué tiempo más delicioso tendrá mi jardín- se dijo-, e iba a comenzar a trabajar; pero por un motivo u otro no tuvo tiempo de echar un vistazo a sus flores; llegaba su amigo el molinero y lo enviaba muy lejos a recados o le pedía que lo ayudase en el molino. Algunas veces el pequeño Hans se apuraba mucho al pensar que sus flores creerían que las había olvidado; pero lo consolaba pensar que el molinero era su mejor amigo.
-Además- acostumbraba decirse- va a darme su carretilla, lo cual es un acto de real desprendimiento.
Y el pequeño Hans trabajaba para el molinero, y éste decía gran cantidad de cosas bellas sobre la amistad, cosas que Hans copiaba en su libro verde y releía por la noche, pues era culto.
Ahora bien; sucedió que una noche, cuando el pequeño Hans estaba sentado junto al fuego, dieron un aldabonazo en la puerta.
La noche era oscurísima. El viento soplaba y rugía en torno de la casa de un modo tan terrible, que Hans pensó al principio si sería el huracán el que sacudía la puerta.
Pero sonó un segundo golpe y después un tercero más fuerte que los otros.
-Será algún pobre viajero- se dijo el pequeño Hans y fue a la puerta.
El molinero estaba en el umbral con una linterna en una mano y un gran garrote en la otra.
-Querido Hans- gritó el molinero-, me agobia un gran pesar. Mi hijo se ha caído de una escalera, hiriéndose. Voy a buscar al médico. Pero vive lejos de aquí y la noche es tan mala, que he pensado que fueses tú en mi lugar. Ya sabes que te doy mi carretilla. Se me ocurre que estaría muy bien que hicieses algo por mí en cambio.
-Por supuesto- exclamó el pequeño Hans-; me alegra mucho que hayas pensado en tu linterna, porque la noche es tan negra, que temo caer en alguna zanja.
-Lo siento muchísimo- respondió el molinero-, pero es mi linterna nueva y sería una gran desgracia que le ocurriese algo.
-¡Bueno, no hablemos más! Prescindiré de ella- dijo el pequeño Hans.
Se puso su gran capa de pieles, su gorro rojo de gran abrigo, se enrolló su tapabocas alrededor del cuello y salió.
¡Qué terrible tempestad se desencadenaba!
La noche era tan negra, que el pequeño Hans apenas veía, y el viento era tan fuerte, que le costaba gran trabajo caminar.
Sin embargo, él era muy animoso, y después de caminar cerca de tres horas, llegó a casa del médico y llamo a la puerta.
-¿Quién es?- gritó el doctor, asomando la cabeza a la ventana de su habitación.
-¡El pequeño Hans, doctor!
-¿Y qué quieres, pequeño Hans?
-El hijo del molinero se ha caído de una escalera y se ha herido y necesita que vaya usted en seguida.
-¡Muy bien!- replicó el doctor.
Enjaezó en el acto su caballo, se calzó sus grandes botas, y, tomando su linterna, bajó la escalera. Se dirigió a casa del molinero, llevando al pequeño Hans a pie, detrás de él.
Pero la tormenta arreció. Llovía a cántaros y el pequeño Hans no podía ni ver por dónde iba, ni seguir al caballo.
Al fin, perdió su camino y anduvo vagando por el páramo, que era un paraje peligroso lleno de pozos profundos, cayó en uno de ellos el pobre Hans y se ahogó.
Al día siguiente, unos pastores hallaron su cuerno flotando en una gran charca y lo llevaron a su casita.
Todo el mundo fue al entierro del pequeño Hans porque era muy querido. Y el molinero estuvo a la cabeza del duelo.
-Era yo su mejor amigo- decía el molinero-; justo es que ocupe el lugar de honor.
Así es que fue a la cabeza del cortejo con una larga capa negra; de cuando en cuando se secaba los ojos con un gran pañuelo de hierbas.
-El pequeño Hans representa ciertamente una gran pérdida para todos nosotros- dijo el hojalatero cuando hubieron terminado los funerales y cuando el acompañamiento estuvo cómodamente instalado en la posada, bebiendo vino dulce y comiendo buenos pasteles.
-Es una gran pérdida, sobre todo para mí- contestó el molinero-. A fe mía que fui lo suficiente bueno para comprometerme a darle mi carretilla y ahora no sé qué hacer de ella. Me molesta en casa, y está en tan mal estado, que si la vendiera no obtendría nada. Os aseguro que de ahora en más no daré nada a nadie. Se pagan siempre las consecuencias de haber sido generoso.
-Y es verdad- comentó la rata de agua después de una larga pausa.
-¡Bueno! Pues nada más- dijo el pardillo.
-¿Y qué fue del molinero?- dijo la rata de agua.
-¡Oh! No lo sé con certeza- contestó el pardillo- y verdaderamente me da igual.
-Es obvio que el carácter de usted no es nada simpático-dijo la rata de agua.
-Temo que no haya usted entendido la moraleja de la historia- replicó el pardillo.
-¿Qué?- gritó la rata de agua.
-La moraleja.
-¿Eso quiere decir que la historia tiene una moraleja?
-¡Por supuesto que sí!- afirmó el pardillo.
-¡Caramba!- dijo la rata con tono irritado-. Podía usted habérmelo dicho antes de comenzar. De haberlo sabido no lo hubiera escuchado, con toda seguridad. Le hubiese dicho indudablemente: "¡Ps!", como el crítico. Pero todavía estoy a tiempo de hacerlo.
Gritó su "¡Ps!" a toda voz, y dando un coletazo, regresó a su agujero.
-¿Qué le parece a usted la rata de agua?- preguntó la pata, que llegó chapoteando un poco después-. Tiene muchas buenas cualidades, pero yo, por mi parte, tengo sentimientos de madre y no puedo ver a un solterón empedernido sin que se me salten las lágrimas.
-Temo haberle molestado- contestó el pardillo- Lo cierto es que le he contado una historia que tiene su moraleja.
-¡Ah, eso es siempre una cosa muy arriesgada!- dijo la pata.
-Y yo soy de su misma opinión en absoluto.
-No podéis presentaros jamás a la buena sociedad si no aprendéis a meter la cabeza- les decía.
Y les enseñaba una vez más cómo tenían que hacerlo Pero los patitos no prestaban mucha atención a sus lecciones. Eran tan jóvenes que no sabían las ventajas que depara la vida de sociedad.
-¡Qué criaturas más desobedientes!- exclamó la rata de agua-. ¡Merecían ahogarse sinceramente!
-¡No lo quiera Dios!- repuso la pata-. Todo tiene sus principios y nunca es demasiada la paciencia de los padres.
-¡Ah! No tengo la más vaga idea de los sentimientos paternos- dijo la rata de agua-. No soy padre de familia. Nunca me he casado, ni he pensado en hacerlo. Seguramente el amor es una buena cosa a su manera; pero la amistad vale más. Afirmo que no conozco en el mundo nada más noble o más raro que una fiel amistad.
-Y, dígame, se lo ruego, ¿qué idea tiene usted de los deberes de un amigo fiel?- preguntó un pardillo verde que había escuchado la conversación sobre un sauce retorcido.
Sí, eso es precisamente lo que quisiera yo saber dijo la pata y, nadando hacia el borde del estanque, metió su cabeza en el agua para dar buen ejemplo a sus hijos.
-¡Tonta pregunta!- gritó la rata de agua-. ¡Cómo es natural, considero amigo fiel al que me demuestra fidelidad!
-¿Y qué hará usted en cambio?- dijo la avecilla hamacándose en una ramita plateada y moviendo sus alitas.
-No le entiendo a usted- respondió la rata de agua.
-Permitidme que les cuente una historia sobre el asunto-dijo el pardillo.
-¿Se refiere a mí esa historia?- preguntó la rata de agua-. Si es así, la escucharé con agrado, porque a mí me vuelven loca los cuentos.
-Puede aplicarse a usted- respondió el pardillo.
Y desplegando las alas, se posó en la orilla del estanque, y contó la historia del amigo fiel.
-Había una vez- comenzó el pardillo- un honrado mozo llamado Hans.
-¿Era un hombre realmente distinguido?- preguntó la rata de agua.
-No- respondió el pardillo-. No creo que fuese nada distinguido, salvo por su buen corazón y por su redonda cara morena y afable.
Vivía en una humilde casita del campo y todos los días trabajaba en su jardín.
En toda la región no había jardín tan lindo como el suyo. Crecían en él claveles, alelíes, capselas, saxífragas, así como rosas de Damasco y rosas amarillas, azafranadas, lilas y oro y alelíes rojos y blancos.
Y según los meses y en orden florecían agavanzos y cardaminas, mejoranas y albahacas silvestres, velloritas e iris de Alemania, asfódelos y claveros.
Una flor reemplazaba a otra. Por lo cual había siempre cosas bonitas a la vista y buenos olores que respirar.
El pequeño Hans tenía muchos amigos, pero el más cercano a él era el gran Hugo, el molinero. Realmente, el rico molinero era tan íntimo del pequeño Hans, que no visitaba jamás su jardín sin inclinarse sobre los macizos y tomar un gran ramo de flores o un buen puñado de lechugas suculentas o sin llenarse los bolsillos de ciruelas y de cerezas, según la estación.- Los amigos verdaderos lo comparten todo- solía decir el molinero.
Y el pequeño Hans asentía con la cabeza, sonriente, sintiéndose orgulloso de tener un amigo con tan nobles pensamientos.
Algunas veces, no obstante, al vecindario le resultaba raro que el rico molinero no diese nunca nada en cambio al pequeño Hans, aunque dispusiera de cien sacos de harina almacenados en su molino, seis vacas lecheras y una gran cantidad de ganado lanar; pero Hans no pensó jamás en semejante cosa.
Nada le gustaba tanto como oír las bellas cosas que el molinero acostumbraba decir sobre la solidaridad de los verdaderos amigos.
Así, pues, el pequeño Hans cultivaba su jardín. En primavera, en verano y en otoño, sentíase muy feliz; pero cuando llegaba el invierno y no tenía ni frutos ni flores que llevar al mercado, sufría mucho frío y mucha hambre, acostándose con frecuencia sin haber comido más que unas peras secas y algunas nueces rancias.
Además, en invierno, hallábase muy solo, porque el molinero no iba jamás a visitarle en aquella estación.
-No está bien que visite al pequeño Hans mientras duren las nieves- decía con frecuencia el molinero a su mujer-. Cuando las personas pasan apuros hay que dejarlas solas y no mortificarlas con visitas. Ésa es por lo menos mi opinión sobre la amistad, y estoy seguro de que es atinada. Por eso esperaré la primavera y entonces iré a verle; podrá darme un gran cesto de velloritas y eso le pondrá contento.
-Eres realmente solícito con los demás- le comentaba su mujer, sentada en un cómodo sillón al lado de un buen fuego de leña-. Es un verdadero placer oírte hablar de la amistad. Tengo la seguridad de que el cura no diría sobre ella tan bellas cosas como tú, aunque tenga una casa de tres pisos y lleve un anillo de oro en el meñique.
-¿Y no podríamos decir al pequeño Hans que venga aquí?- preguntaba el hijo del molinero-. Si el pobre Hans está en apuros, le daré la mitad de mi sopa y le mostraré mis conejos blancos.
-¡Qué tonto eres!- exclamó el molinero-. Verdaderamente, no sé para qué sirve mandarte a la escuela. Parece que no aprendes nada. Si el pequeño Hans viniese aquí, ¡diablos!, y viera nuestro buen fuego, nuestra magnífica cena y nuestra gran barrica de vino tinto, podría sentir envidia. Y la envidia es una cosa horrible que arruina los mejores caracteres. Realmente, no podría yo sufrir que el carácter de Hans se estropeara. Soy su mejor amigo, cuidaré siempre de él y tendré buen cuidado de no exponerlo a ninguna tentación. Además, si Hans viniese aquí, podría pedirme que le diese un poco de harina fiada, lo cual no me es posible hacer. La harina es una cosa y la amistad es otra, y no deben mezclarse. Esas dos palabras se escriben de un modo diferente y significan cosas muy distintas, como todo el mundo sabe.
-¡Qué bien hablas!- dijo la mujer del molinero sirviéndose un gran vaso de cerveza caliente-. Me siento realmente como adormecida, lo mismo que en la iglesia.
-Muchos obran bien- continuó el molinero-, pero pocos saben hablar bien, lo que prueba que hablar es, con mucho, la cosa más difícil, así como la más bella de las dos.
Y miró con severidad por encima de la mesa a su hijo, que sintió tal vergüenza de sí mismo, que agachó la cabeza, se puso casi rojo y empezó a llorar encima de su té.
¡Era tan joven, que bien pueden ustedes disculparle!
-¿Así termina la historia?- preguntó la rata de agua.
-Nada de eso- respondió el pardillo-. Ése es el principio.
-Entonces está usted muy atrasado con relación a su tiempo- respondió la rata de agua-. Hoy día todo buen cuentista comienza por el final; prosigue por el comienzo y acaba por la mitad. Es el nuevo método. Lo he oído así de boca de un crítico que se paseaba alrededor del estanque con un joven. Trataba el asunto magistralmente y estoy segura de que tenía razón, porque calzaba unas gafas azules y era calvo; y cuando el joven le hacía observación respondía siempre: "¡Ps!" Pero continúe usted su historia, se lo ruego. Me gusta mucho el molinero. Yo también encierro toda clase de bellos sentimientos, por eso hay una gran simpatía entre él y yo.
-¡Bien!- dijo el pardillo saltando en sus dos patitas-. No bien pasó el invierno, y apenas las velloritas empezaron a abrir sus estrellas amarillas pálidas, el molinero dijo a su mujer que iría a visitar al pequeño Hans.
-¡Ah, qué buen corazón tienes!- le gritó su mujer- Piensas siempre en los demás. No olvides llevar el canasto grande para traer las flores.
Entonces el molinero ató unas con otras las aspas del molino con una fuerte cadena de hierro y bajó la colina con la cesta al brazo.
-Buenos días, pequeño Hans- dijo el molinero.
-Buenos días- respondió Hans, apoyándose en su azadón y sonriendo con toda su boca.
-¿Que tal has pasado el invierno?- preguntó el molinero.
-¡Bien, bien!- respondió Hans-. Muchas gracias por tu interés. He pasado malos ratos, pero ahora ha vuelto la primavera y soy casi feliz... Además, mis flores van muy bien.
-Hablamos de ti con mucha frecuencia este invierno, Hans- prosiguió el molinero-, preguntándonos qué sería de ti.
-¡Qué amable eres!- dijo Hans-. Temí que me hubieras olvidado.
-Hans, me asombra oírte hablar de ese modo- dijo el molinero-. La amistad no olvida jamás. Eso es lo que tiene de admirable, aunque me temo que no comprendas la poesía de la amistad... Y entre otras cosas, ¡qué bellas están tus velloritas!
-Sí, realmente están muy bellas- dijo Hans-, y es para mí una gran suerte tener tantas. Voy a llevarlas al mercado, para vendérselas a la hija del burgomaestre y con ese dinero compraré otra vez mi carretilla.
-¿Qué comprarás otra vez tu carretilla? ¿Quieres decir entonces que la vendiste? Es un acto muy tonto.
-Seguramente, pero el hecho es- replicó Hans- que me vi obligado a ello. Como sabes, el invierno es una estación mala para mí y no tenía nada de dinero para comprar pan. Así es que vendí primero los botones de plata de mi traje de los domingos; después mi cadena de plata y luego mi flauta. Por fin vendí mi carretilla. Pero ahora voy a rescatarlo todo.
-Hans- dijo el molinero- te daré mi carretilla. No está en muy buen estado. Uno de los lados se ha roto y están algo maltrechos los radios de la rueda, pero no obstante te la daré. Sé que es muy generoso por mi parte y a mucha gente le parecerá una locura que me deshaga de ella, pero yo no soy como el resto del mundo. Creo que la generosidad es la esencia de la amistad, y por otra parte, me he comprado una carretilla nueva. Sí, puedes quedar tranquilo... Te daré mi carretilla.
-Gracias, eres muy bueno- dijo el pequeño Hans. Y su afable cara redonda se iluminó de placer-. Puedo arreglarla fácilmente porque tengo una tabla en mi casa.
-¡Una tabla!- exclamó el molinero-. ¡Muy bien!
Eso es justamente lo que necesito para la techumbre de mi granero. Hay una gran brecha y se me echará a perder todo el trigo si no la tapo. ¡Qué oportuno has estado! Realmente está claro que una buena acción engendra otra siempre. Te he dado mi carretilla y ahora tú vas a darme tu tabla. Es cierto que la carretilla vale mucho más que la tabla, pero la amistad sincera no nunca se detiene en esas cosas. Dame enseguida la tabla y hoy mismo comenzaré a trabajar para arreglar mi granero.
-¡Ya lo creo!- repuso el pequeño Hans.
Fue corriendo a su casa y sacó la tabla.
-No es una tabla muy grande- dijo el molinero mientras la observaba- y me temo que una vez hecho el arreglo de la techumbre del granero no quedará madera suficiente para la compostura de la carretilla, pero claro es que no tengo la culpa de eso... Y ahora, en vista de que te he dado mi carretilla, estoy seguro de que accederás a darme en cambio unas flores... Aquí está el cesto; trata de llenarlo casi por completo.
-¿Casi por completo?- dijo el pequeño Hans, bastante afligido porque el cesto era bastante grande y comprendía que si lo llenaba, no le quedarían flores para llevar al mercado y estaba deseando recuperar sus botones de plata.
-A fe mía- respondió el molinero-, ya que te doy mi carretilla no creí que fuese mucho pedirte unas cuantas flores. Podré estar equivocado, pero yo supuse que la amistad, la verdadera amistad, estaba exenta de toda clase de cálculos.
- Mi querido amigo, mi mejor amigo- protestó el pequeño Hans-, todas las flores de mi jardín son tuyas, porque me importa mucho más tu estimación que mis botones de plata.
Y corrió a cortar las lindas velloritas y a llenar el canasto del molinero.
- ¡Adiós, pequeño Hans!- dijo el molinero subiendo la colina con su tabla al hombro y su gran cesto al brazo.
- ¡Adiós!- le respondió el pequeño Hans.
Y se puso a cavar dichoso ¡estaba tan contento de tener carretilla!
Al otro día, cuando estaba sujetando unas madreselvas encima de su puerta, oyó la voz del molinero que lo llamaba desde el camino. Entonces bajó de su escalera, corrió hacia el fondo del jardín y miró por sobre del muro.
Era el molinero con un gran saco de harina a su espalda,
-Pequeño Hans- dijo el molinero-, ¿querrías llevarme este saco de harina al mercado?
- ¡Oh, lo siento mucho!- dijo Hans-; pero a decir verdad me encuentro hoy ocupadísimo. Tengo que sujetar todas mis enredaderas, que regar todas mis flores y que cortar todo el césped.
- ¡Pardiez!- replicó el molinero-; creí que tomando en cuenta que te di mi carretilla no te negarías a complacerme.
- ¡Oh, si no me niego!- protestó el pequeño Hans-.
Por nada del mundo dejaría yo de proceder como amigo tratándose de ti.
Y fue a buscar su gorra y partió con el gran saco cargado al hombro.
Era un día muy caluroso y la carretera estaba terriblemente polvorienta. Antes de que Hans llegara al mojón que marcaba la sexta milla, estaba tan fatigado que tuvo que sentarse a reposar. Sin embargo, no tardó mucho en continuar alegremente su camino, llegando por fin al mercado.
Después de un rato, vendió el saco de harina a un buen precio y volvió a su casa de un tirón, porque temía tropezar con algún salteador en el camino si se demoraba mucho.
-¡Qué día más duro!- se dijo Hans al meterse en la cama-. Pero me alegra mucho no haberme negado, porque el molinero es mi mejor amigo, y además, me dará su carretilla.
A la mañana siguiente, muy temprano, el molinero llegó a buscar el dinero de su saco de harina, pero el pequeño Hans estaba tan cansado, que no se había levantado aún de la cama.
-¡Palabra!- exclamó el molinero-. Eres muy perezoso. Cuando pienso que acabo de darte mi carretilla, creo que podrías trabajar con más ánimo. La pereza es un gran defecto y no quisiera yo que ninguno de mis amigos fuera perezoso o apático. No creas que te hablo sin consideración. Es cierto que no te hablaría así si no fuese amigo tuyo. Pero, ¿de qué serviría la amistad si no pudiera uno decir sinceramente lo que piensa? Todo el mundo puede decir cosas agradables y esforzarse en ser agradable y en halagar, pero un amigo verdadero dice cosas molestas y no teme causar pesadumbre. Por el contrario, si es un amigo leal, lo prefiere, porque sabe que así hace bien.
-Lo lamento mucho- respondió el pequeño Hans, restregándose los ojos y sacándose el gorro de dormir- Pero estaba tan cansado, que creía haberme acostado hace poco y escuchaba cantar a los pájaros. ¿No sabes que trabajo siempre mejor cuando he oído cantar a los pájaros?
-¡Bueno, tanto mejor!- replicó el molinero dándole una palmada en el hombro-; porque necesito que arregles la techumbre de mi granero.
Al pequeño Hans le era muy necesario ir a trabajar a su jardín porque hacía dos días que no regaba sus flores, pero no quiso decir que no al molinero, que era su mejor amigo.
-¿Crees que sería inamistoso decirte que tengo que hacer?- preguntó con voz humilde y tímida.
-No creí nunca, a fe mía- respondió el molinero-, que fuese demasiado pedirte, teniendo en cuenta que acabo de regalarte mi carretilla, pero por supuesto que lo haré yo mismo sí te niegas.
-¡Oh, de ningún modo!- exclamó el pequeño Hans, saltando de su cama.
Se vistió y corrió al granero.
Trabajó allí durante todo el día hasta el atardecer, y al ponerse el sol, vino el molinero a ver cuánto había hecho.
-¿Has tapado el boquete del techo, pequeño Hans?- gritó el molinero con tono alegre.
-Está casi terminado- respondió Hans, bajando de la escalera.
-¡Ah!- dijo el molinero-. No hay trabajo tan delicioso como el que se hace para los demás.
-¡Es un encanto oírte hablar!- respondió el pequeño Hans, que descansaba secándose la frente-. Es un encanto, pero temo no tener yo jamás ideas tan hermosas como tú.
-¡Oh, ya las tendrás!- dijo el molinero-: pero habrás de tomarte más trabajo. Por ahora no tienes más que la práctica de la amistad. Algún día dominarás también la teoría.
-¿Crees eso de verdad?- preguntó el pequeño Hans.
Sin ninguna duda- contestó el molinero-. Pero ahora que has arreglado el techo, mejor harás en regresar a tu casa a descansar, pues mañana necesito que lleves mis carneros a la montaña.
El pobre Hans no tuvo ánimos para protestar, y al día siguiente, al amanecer, el molinero condujo sus carneros hasta cerca de su casita y Hans se fue con ellos a la montaña. Entre ir y volver se le pasó el día, y cuando volvió estaba tan cansado, que se durmió en su silla y no se despertó hasta entrada la mañana.
-¡Qué tiempo más delicioso tendrá mi jardín- se dijo-, e iba a comenzar a trabajar; pero por un motivo u otro no tuvo tiempo de echar un vistazo a sus flores; llegaba su amigo el molinero y lo enviaba muy lejos a recados o le pedía que lo ayudase en el molino. Algunas veces el pequeño Hans se apuraba mucho al pensar que sus flores creerían que las había olvidado; pero lo consolaba pensar que el molinero era su mejor amigo.
-Además- acostumbraba decirse- va a darme su carretilla, lo cual es un acto de real desprendimiento.
Y el pequeño Hans trabajaba para el molinero, y éste decía gran cantidad de cosas bellas sobre la amistad, cosas que Hans copiaba en su libro verde y releía por la noche, pues era culto.
Ahora bien; sucedió que una noche, cuando el pequeño Hans estaba sentado junto al fuego, dieron un aldabonazo en la puerta.
La noche era oscurísima. El viento soplaba y rugía en torno de la casa de un modo tan terrible, que Hans pensó al principio si sería el huracán el que sacudía la puerta.
Pero sonó un segundo golpe y después un tercero más fuerte que los otros.
-Será algún pobre viajero- se dijo el pequeño Hans y fue a la puerta.
El molinero estaba en el umbral con una linterna en una mano y un gran garrote en la otra.
-Querido Hans- gritó el molinero-, me agobia un gran pesar. Mi hijo se ha caído de una escalera, hiriéndose. Voy a buscar al médico. Pero vive lejos de aquí y la noche es tan mala, que he pensado que fueses tú en mi lugar. Ya sabes que te doy mi carretilla. Se me ocurre que estaría muy bien que hicieses algo por mí en cambio.
-Por supuesto- exclamó el pequeño Hans-; me alegra mucho que hayas pensado en tu linterna, porque la noche es tan negra, que temo caer en alguna zanja.
-Lo siento muchísimo- respondió el molinero-, pero es mi linterna nueva y sería una gran desgracia que le ocurriese algo.
-¡Bueno, no hablemos más! Prescindiré de ella- dijo el pequeño Hans.
Se puso su gran capa de pieles, su gorro rojo de gran abrigo, se enrolló su tapabocas alrededor del cuello y salió.
¡Qué terrible tempestad se desencadenaba!
La noche era tan negra, que el pequeño Hans apenas veía, y el viento era tan fuerte, que le costaba gran trabajo caminar.
Sin embargo, él era muy animoso, y después de caminar cerca de tres horas, llegó a casa del médico y llamo a la puerta.
-¿Quién es?- gritó el doctor, asomando la cabeza a la ventana de su habitación.
-¡El pequeño Hans, doctor!
-¿Y qué quieres, pequeño Hans?
-El hijo del molinero se ha caído de una escalera y se ha herido y necesita que vaya usted en seguida.
-¡Muy bien!- replicó el doctor.
Enjaezó en el acto su caballo, se calzó sus grandes botas, y, tomando su linterna, bajó la escalera. Se dirigió a casa del molinero, llevando al pequeño Hans a pie, detrás de él.
Pero la tormenta arreció. Llovía a cántaros y el pequeño Hans no podía ni ver por dónde iba, ni seguir al caballo.
Al fin, perdió su camino y anduvo vagando por el páramo, que era un paraje peligroso lleno de pozos profundos, cayó en uno de ellos el pobre Hans y se ahogó.
Al día siguiente, unos pastores hallaron su cuerno flotando en una gran charca y lo llevaron a su casita.
Todo el mundo fue al entierro del pequeño Hans porque era muy querido. Y el molinero estuvo a la cabeza del duelo.
-Era yo su mejor amigo- decía el molinero-; justo es que ocupe el lugar de honor.
Así es que fue a la cabeza del cortejo con una larga capa negra; de cuando en cuando se secaba los ojos con un gran pañuelo de hierbas.
-El pequeño Hans representa ciertamente una gran pérdida para todos nosotros- dijo el hojalatero cuando hubieron terminado los funerales y cuando el acompañamiento estuvo cómodamente instalado en la posada, bebiendo vino dulce y comiendo buenos pasteles.
-Es una gran pérdida, sobre todo para mí- contestó el molinero-. A fe mía que fui lo suficiente bueno para comprometerme a darle mi carretilla y ahora no sé qué hacer de ella. Me molesta en casa, y está en tan mal estado, que si la vendiera no obtendría nada. Os aseguro que de ahora en más no daré nada a nadie. Se pagan siempre las consecuencias de haber sido generoso.
-Y es verdad- comentó la rata de agua después de una larga pausa.
-¡Bueno! Pues nada más- dijo el pardillo.
-¿Y qué fue del molinero?- dijo la rata de agua.
-¡Oh! No lo sé con certeza- contestó el pardillo- y verdaderamente me da igual.
-Es obvio que el carácter de usted no es nada simpático-dijo la rata de agua.
-Temo que no haya usted entendido la moraleja de la historia- replicó el pardillo.
-¿Qué?- gritó la rata de agua.
-La moraleja.
-¿Eso quiere decir que la historia tiene una moraleja?
-¡Por supuesto que sí!- afirmó el pardillo.
-¡Caramba!- dijo la rata con tono irritado-. Podía usted habérmelo dicho antes de comenzar. De haberlo sabido no lo hubiera escuchado, con toda seguridad. Le hubiese dicho indudablemente: "¡Ps!", como el crítico. Pero todavía estoy a tiempo de hacerlo.
Gritó su "¡Ps!" a toda voz, y dando un coletazo, regresó a su agujero.
-¿Qué le parece a usted la rata de agua?- preguntó la pata, que llegó chapoteando un poco después-. Tiene muchas buenas cualidades, pero yo, por mi parte, tengo sentimientos de madre y no puedo ver a un solterón empedernido sin que se me salten las lágrimas.
-Temo haberle molestado- contestó el pardillo- Lo cierto es que le he contado una historia que tiene su moraleja.
-¡Ah, eso es siempre una cosa muy arriesgada!- dijo la pata.
-Y yo soy de su misma opinión en absoluto.
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